Hasta antes de la aparición del coronavirus, al comedor Cartoneritos, en Lanús, asistían 150 chicos, la mayoría hijos de cartoneros que se sentaban a almorzar y se entretenían mientras sus padres hacían la recolección. Ahora ya no solo no pueden sentarse: deben comer apurados porque el lugar tiene una cola de tres cuadras todos los mediodías. Un panorama similar se ve en los 16 comedores que hay en San Martín: un mes atrás concurrían 600 personas, hoy van 3.500. En el merendero El negrito Manuel, en Mercedes, se duplicó la cantidad de chicos que acuden por una taza de leche caliente. En Moreno, en una casa de rehabilitación de adicciones, tuvieron que montar ollas populares y a veces preparan la comida que el Estado les envía a los vecinos en bolsones, pero que no pueden cocinar en sus casas porque no tienen gas. El esfuerzo es grande, pero siempre hay un tupper que no se puede llenar. En el barrio Puerta 8, en Tres de Febrero, hace unos días se vivieron escenas de angustia, cuando varios jóvenes maltrataron a la encargada de la cocina: «Vos tenés que tener más comida, vos nos tenés que dar», le exigieron. La mujer abrió sus brazos: las ollas estaban vacías.
Quienes caminan los barrios más pobres del Conurbano aseguran que estos episodios empiezan a replicarse en todo el país y que escapan a la cobertura que brindan los medios. Un dato: el viernes, la agrupación Barrios de Pie improvisó dos mil comedores al aire libre en distintas provincias y contabilizaron la asistencia de medio millón de ciudadanos. Todavía, sin embargo, hay gente que se resiste a ir a buscar comida, o que prefiere enviar a sus hijos y se aguanta sin salir de su casa por vergüenza, aunque no es porque no lo necesite o no la vaya a necesitar.
La pandemia agudiza la recesión y provoca situaciones impensadas: personas que hasta hace poco miraban de reojo a quienes pedían alimentos o reclamaban planes sociales y hoy se ven en esa piel. Algunos militantes sociales los llaman «los nuevos demandantes»; otros prefieren evitar eufemismos y advierten que serán «los nuevos pobres».
Los movimientos sociales que adhieren al oficialismo vienen alertando por lo bajo a la Casa Rosada de que la cifra de pobreza podría pegar un salto importante en los próximos meses. Hay un cóctel difícil de desactivar: la mayoría no puede salir a trabajar, el dólar financiero superó los 100 pesos, la inflación de marzo marcó una suba del 3,3% y el Banco Central emitió el mes pasado 600 mil millones de pesos. Hoy la pobreza se ubica en el 35,5%, la última marca que dejó Mauricio Macri. Dirigentes como Juan Grabois dicen que «seguro, pero seguro que estamos actualmente en el cincuenta por ciento de pobres» y las organizaciones más cautas admiten que podría treparse a esa cifra si la cadena de muertes y contagios se estira en el tiempo y obliga al Gobierno a profundizar el aislamiento social.
No se reflejaría en la próxima medición oficial, que determinará el índice de enero, febrero y marzo, sino en la siguiente. Si es que puede haber una medición confiable: los técnicos del INDEC dejaron de salir a la calle por el temor a ser contagiados y su jefe, Marco Lavagna, montó un sistema para hacer relevamientos telefónicos.
Los referentes sociales kirchneristas le han venido trasladando la preocupación a Alberto Fernández. Son ex piqueteros que conocen los puntos sensibles del tejido social y que desde el 10 de diciembre miran las cosas desde adentro porque Fernández -emulando a Néstor Kirchner- los sumó a la función pública. Emilio Pérsico, del Movimiento Evita; Daniel Menéndez, de Barrios de Pie y Juan Carlos Alderete, de la Corriente Clasista y Combativa, entre otros. El Presidente les pidió paciencia y negó que la curva de pobres vaya a ser tan cruda como ellos vaticinan. Les contestó que así como se está ocupando de las franjas más vulnerables, ahora será el turno de poner la lupa en el sector de la clase media que no cuenta con un empleo informal y en la clase media baja.
Se trata de un amplio universo. Amplio y disímil: se calcula que abarca a cerca del 25 por ciento de la masa de 18 millones de trabajadores del total de empleados formales y no formales de la Argentina; o sea, entre cuatro y cinco millones de hombres y mujeres. No es tan fácil determinar quiénes son los más afectados, porque hay gente que trabaja solo en negro, otra que cobra mitad en blanco y mitad en negro, y porque no es lo mismo el dueño de un bar o de un local de ropa de barrio -que a lo mejor pueden haber tenido alguna capacidad de ahorro con el que hoy subsisten- que un peón de albañil o un paseador de perros, que viven con lo que ganan por día o por semana. Por fuera de estos registros están los beneficiarios de algún tipo de plan, que a la vez hacían changas para poder llegar a fin de mes y así escapaban de la línea de pobreza. Las changas desaparecieron.
El Ejecutivo lanzó un bono de 10 mil pesos para aliviar el malestar, entre otras iniciativas. Son alrededor de ocho millones de personas las que se inscribieron para cobrarlo y el esquema podría repetirse en los próximos meses si fuera imperioso. No parece suficiente. «Hubo un shock de empobrecimiento fuerte. La transferencia de recursos que hizo el Estado no quita la profundización de los que ya eran pobres. Pero en el sector informal o entre los independientes, que no tenían ni tienen planes sociales, gente que ganaba 20, 30 o 50 mil pesos por mes… Esa gente no era pobre, pero estaba al borde», dice Agustín Salvia, el director del Observatorio de la Deuda Social de la Universidad Católica Argentina (UCA).
El Presidente está tironeado desde abajo, pero también desde arriba. La parálisis de la actividad primero sacudió a las Pymes, que venían golpeadas del período macrista. Hoy son, además, las grandes empresas las que procuran aire y amenazan con rebajas de salarios. La Unión Obrera Metalúrgica acaba de avalar una reducción del 30 por ciento de los sueldos con el fin de evitar despidos. Eso provoca que varios gobernadores reclamen algún tipo de flexibilización de la cuarentena. Es una disyuntiva que trasladaron a Olivos.
El jefe de Estado insiste con que primero está la salud y explora de dónde sacar recursos -como el impuesto a los ricos que apadrina desde su silencio Cristina Kirchner- para evitar que los argentinos salgan masivamente a las calles en el corto plazo. Se dice corto plazo, pero no sería tan corto: el pico de contagios se corre cada vez más. Algunos hablan de finales de mayo, otros de principios de junio. Es alentador en términos de salud. Podría ser dramático en parámetros económicos.
Pero el Ejecutivo no piensa en cambios porque, al decir de un intendente que visita al Presidente todas las semanas “un paso en falso del aislamiento nos obligaría a apilar cajones en los cementerios y Alberto tiene claro que de eso no se vuelve. Aun así, sabemos que la economía asusta”. Es un tema que se charla en la intimidad del poder. Una sombra espesa emerge cada tanto sobre quienes lo habitan.