Madre e hija llegan todos los días. Saludan en su español con impronta portuguesa, eligen uno o dos libros infantiles, y marchan a la sala de lectura silenciosa de la Biblioteca Popular Cornelio Saavedra, a leer en la lengua del país que las recibió hace poquito tiempo, cuando llegaron de Brasil.
Allí están ahora, el cabello ensortijado de la niña asomando tras un libro enorme, con tapa en forma de simpático cocodrilo, y la madre que le lee con una sonrisa, cuidando la modulación, aceitando el encuentro con la nueva tierra.
Cae la tarde en el barrio de Saavedra ; la madre y la niña no lo saben, pero su gesto reconstruye el pulso inicial de un espacio que nació del encuentro migrante, tuvo mil cambios, atravesó generaciones y hoy es una joven biblioteca centenaria.
«Creada por el barrio en 1918», se lee al frente del edificio, sobre la fachada que los alumnos del Colegio de la Ciudad embellecieron con un mural de cielo celeste, árboles dignos del barrio que los rodea, y un bienhechor revoloteo de libros rojos, azules y amarillos.
Cae la tarde, y la actividad dentro de la biblioteca confirma la sospecha de que las redes e internet están muy bien, pero nada supera la presencia palpable del aquí y ahora. La puerta -madera de antaño, vidrios impecables- se abre y entra un chico de unos diez años acompañado por su papá, que lo trae al taller de lectura y escritura para niños. Vuelve a abrirse e ingresa una señora, jubilada, parte de los 200 socios con carnet que integran la biblioteca circulante; charla con la bibliotecaria, devuelve el libro que acaba de leer, revisa entre los estantes a ver cuál será su nueva lectura. Al fondo, en el espacioso salón de actos, se proyecta una película. En la sala de lectura, un hombre trabaja entre libretas de apuntes y carpetas. Vuelve a sonar la puerta de entrada; una adolescente se acerca, mochila en mano, a consultar por bibliografía.
«Acá la gente convive», dice con orgullo Jorge Marchini, director de la institución. Jorge se acercó en 2001, tiempo de desolación, pero también de intensidad y apasionado asambleísmo. Llegó, y no se fue más.
Estuvo allí en 2013, año de una inundación que amenazó llevarse todo. Jorge recuerda y es fácil imaginar lo que habrá sido aquello: libros devorados por el agua, paredes y pisos anegados, anaqueles hinchados por la humedad. «El barrio reaccionó», dice y sigue contando: los vecinos se acercaban, ayudaban a secar los libros que pudieran recuperarse, donaban nuevos volúmenes, se ofrecían para las tareas de refacción. Un año estuvo cerrada la Saavedra, antes de ser esto que es ahora: biblioteca renacida, eslabón contemporáneo de un circuito concebido en 1870 por Sarmiento. Las bibliotecas populares no nacieron como organismos estatales, sino como asociaciones civiles; espacios ligados a la cultura del libro y anclados en el entramado ciudadano. En eso siguen.
«Esto es realmente público», confirma Silvia Gojman, historiadora que un día cruzó la puerta de la biblioteca acompañando a su nieto, se enamoró del espacio y se pasó el verano -junto con varias socias- organizando y catalogando libros. Ahora va casi todos los días, y es una usina de proyectos. «Vamos a remodelar parte del edificio, para crear un sector de lectura infantil -describe-. Hicimos convenios con escuelas del barrio, con el instituto de formación de bibliotecarios, con el Ministerio de Justicia». Jorge continúa: armaron una colección de cómics, ofrecen funciones de teatro infantil, tango, coro, presentaciones de libros. «Es un espacio, plural, vivo», coinciden. Un espacio impecable, se podría agregar. Cuidado a conciencia por Rafael, cartonero que en los tiempos bravos golpeó la puerta de la biblioteca porque en el lugar donde hay libros tiene que haber papel. Y terminó quedándose, encargado de la limpieza unas horas, defensor a ultranza de un lugar que es como un abrazo, todo el tiempo.